Sobre el caso de una mujer, fallecida en “la casa del misterio” de Peña Grande en 1935, que parecía seguir con vida dos días después de su muerte... y localización de la misteriosa casa.
En anteriores ocasiones hemos mostrado en este blog nuestra afición a rastrear e
investigar fotografías antiguas, tratando de averiguar dónde fueron tomadas y comparar cómo han cambiado esos escenarios en la actualidad. En esta ocasión, la investigación comenzó a raíz de la aparición en el foro
Urbanity de unas fotos que llevaban por título
Hotel de Peña Grande en Fuencarral. Para quien no lo conozca, diremos que Urbanity es un foro con multitud de hilos abiertos sobre temas varios de Madrid y otras ciudades; en uno de ellos,
De Madrid al cielo: Álbum de fotos históricas, se recogen infinidad de imágenes de Madrid imprescindibles para cualquier amante de las fotografías antiguas.
Fotografías de Urbanity que dieron origen a nuestra investigación.
(Fotos: Videa, 1935; publicadas por Juanjo en Urbanity – De Madrid al cielo...)
Con estos pocos datos de Urbanity (“Hotel de Peña Grande en Fuencarral. Foto: Videa”), iniciamos nuestra investigación por las hemerotecas.
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Página de Crónica con las fotos
aparecidas en Urbanity.
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No tardamos mucho en encontrar que las fotos habían aparecido en un reportaje gráfico publicado en el semanario Crónica (24-11-1935) sobre el caso de una extraña muerte acontecida en un “hotel” de Peña Grande, en aquel entonces una barriada perteneciente al término municipal de Fuencarral. El caso llamó inmediatamente nuestra atención y no paramos hasta averiguar dónde se ubicaba dicho hotel.
A estas alturas del relato, seguramente la mayoría de los lectores estén deseando saber ya qué es lo que ocurrió. No demoraremos, pues, la narración de lo que allí aconteció y dejaremos para el final del artículo el detalle de la investigación realizada para localizar el sitio exacto donde se ubicaba la casa.
El suceso.
El jueves 14 de noviembre de 1935 fallecía en una casa de Peña Grande, Fuencarral, Amparo Bravo Blanco, de cuarenta y siete años de edad, víctima al parecer de una angina de pecho. La mujer, viuda y originaria de Cantabria, había entrado a trabajar como criada en la casa sólo un día antes.
Como suele ser habitual en estos casos, el juez dictaminó la necesidad de practicar la autopsia, para lo que ordenó el traslado del cadáver al depósito judicial del cementerio de Fuencarral.
Hasta aquí, nada fuera de lo corriente. Pero ocurrió que cuando los doctores Reinoso y Cortés iban a practicar la autopsia, a pesar de haber transcurrido ya más de veinticuatro horas desde que se creyó muerta a la mujer, el cuerpo no presentaba los síntomas característicos del fallecimiento, constatándose, por el contrario, algunos signos de vida: la cara, sin demacración, mueca ni expresión cadavérica (
facies hipocrática) mostraba color sonrosado y expresión de serenidad, casi se diría que sonreía; los ojos, abiertos, sin el aspecto vidrioso típico en los cadáveres, especialmente el izquierdo, que presentaba un brillo completamente normal; las pupilas, sometidas a manipulaciones mecánicas y químicas, no mostraban ninguna alteración; las extremidades inferiores estaban frías, pero en la parte superior la piel conservaba cierta temperatura a pesar del frío reinante en la estancia; la frente, mejillas, cuello, región precordial, abdomen y extremidades superiores tenían una temperatura normal; aunque las piernas estaban rígidas, los brazos y articulaciones de los dedos podían doblarse sin esfuerzo, sin el menor indicio de
rigor mortis... Por todo ello, en vista de que el cuerpo no presentaba los síntomas que de acuerdo a la medicina forense permitían certificar la defunción y proceder a la autopsia y posterior inhumación, los doctores decidieron suspender la diligencia que se les había encomendado.
Sorprende que se publicaran este tipo de imágenes de la fallecida en la prensa.
Arriba, a su llegada al depósito. Enteramente, parece como si sonriera.
(Foto: Videa; Crónica, 1935; Hemeroteca BNE)
Debajo, el doctor Reinoso muestra el funcionamiento de las articulaciones sin la menor rigidez.
(Foto: Cortés; Mundo Gráfico, 1935; Hemeroteca BNE)
El misterio.
La noticia apareció en la mayoría de los diarios de la época. Espoleado por el sensacionalismo de algunos periodistas, comenzó a propagarse el rumor de que la muerta estaba viva y comenzaron a hacerse hueco toda suerte de hipótesis y cábalas sobre lo acontecido.
Por el cementerio desfilaron multitudes de curiosos, algunos de los cuales llegaron a afirmar que vieron cómo el cadáver movía brazos y piernas. Familiares allegados de la víctima declararon que años antes había sufrido un ataque similar a consecuencia del cual estuvo varias horas sin dar señales de vida, lo que dio pie a conjeturar sobre una posible catalepsia. Otros relacionaron los antecedentes con fechas, números y circunstancias de mal agüero, como que la finada había comenzado a trabajar un día 13 en que el cielo estaba plomizo y reinaba un fuerte viento... hubo incluso quien afirmaba que la muerta había resucitado.
Expectación de la prensa y curiosos en el depósito del cementerio de Fuencarral.
(Foto: Cortés; Mundo Gráfico, 1935; Hemeroteca BNE)
Fin del caso, la leyenda continúa.
El sábado 16 comienzan a disiparse las dudas. A pesar de haber transcurrido más de cuarenta y ocho horas desde la supuesta defunción, aún no son patentes todos los signos de defunción. Los ojos comienzan a vidriarse, habían aparecido algunas manchas violáceas y desaparecido toda temperatura del cuerpo, pero el color de la piel seguía siendo normal y no había signos de rigidez. Los médicos se muestran sorprendidos, pero no dudan de la muerte. De hecho, el doctor Reinoso manifestó que nunca dudó de ello y su primera impresión es que la mujer había fallecido, pero ante la falta de signos de muerte, era su deber asegurarse y esperar.
El domingo 17 por la mañana se llevó a cabo la autopsia, que certificó la defunción a consecuencia de graves lesiones valvulares. Esa misma mañana se procedió al entierro del cadáver en el cementerio de Fuencarral.
En definitiva, muerte natural por un ataque de asistolia. Parece ser que no es extraño en este tipo de muertes que ciertos fenómenos cadavéricos evolucionen más lentamente. Los médicos no dejaron de constatar, no obstante, lo extraordinario del suceso, con casi setenta y dos horas transcurridas y tan escasas señales de descomposición cadavérica. De hecho, el caso fue recogido en los Anales de la Real Academia Nacional de Medicina (1948 - Tomo LXV - Cuaderno 2).
Momento del entierro.
(Foto: Videa; Crónica, 1935; Hemeroteca BNE)
Muerta y enterrada la mujer, la imaginación popular se resistía a dar por concluido el suceso y creó su propio folletín. Contribuyó a exacerbar la imaginación popular el hecho de que la familia para la que había entrado a trabajar la fallecida apenas un día antes eran conocidos espiritistas y que algunos vecinos atribuían a la casa un halo de cierto misterio. Todo ello dio pábulo a rumores, según alguno de los cuales la mujer había sido víctima de algún tipo de acto esotérico, en el transcurso del cual cayó en estado de hipnosis (de ahí la ausencia de evidencia cadavérica durante dos días) y de ese primer sueño a la muerte.
Nada más lejos de la realidad. Ya hemos comentado anteriormente las causas naturales del fallecimiento. Nos ocuparemos a continuación de la casa.
La casa del misterio.
La casa donde ocurrió el suceso pertenecía a la familia Passapera, cuyos miembros eran, como decíamos, declarados espiritistas; lo que bastó para crear sobre la familia una leyenda de vida aislada y misteriosa en su casa de Peña Grande: casa apartada y retirada, de extrañas formas arquitectónicas y apariencia sombría, en cuyo interior se hallaban escritos unos versos satánicos. De ahí que, entre algunos de los vecinos de la barriada, la vivienda fuera conocida como “la casa del misterio”.
Ya la prensa de la época trató de disipar tal misterio. La familia Passapera era bastante conocida y respetada en Madrid por su negocio de confecciones y su apellido era de los más sonados en el mundo industrial.
El negocio de alta costura y confección de la familia Passapera fue muy duradero y bastante conocido en Madrid; no en vano, se anunciaba con frecuencia en la prensa. A la izquierda, arriba, el primer anuncio que hemos encontrado, de 1925; el de debajo es de 1928. El anuncio del centro apreció junto a un reportaje de moda, en 1929. El de la derecha, arriba, se publicó en un diario de provincias, en 1936; el del centro, es de 1952 y el de debajo, el último que hemos encontrado, de 1968.
Los propios miembros de la familia concedieron entrevistas en las que públicamente reconocían su afición espiritista, sin darle mayor importancia y sin entender que sus creencias, tan respetables como cualquier otra, se hubieran visto involucradas en el asunto. Se avinieron, además, a mostrar y dejar fotografiar su casa para enseñar a todos lo infundando de los rumores.
Arriba, el comedor de la casa cuyas paredes estaban adornadas, en trazos góticos sobre azulejos, con los versos que dieron lugar a toda clase de cábalas. Debajo, la cocina donde falleció la mujer.
(Fotos: Cortés; Mundo Gráfico, 1935; Hemeroteca BNE)
La soledad y el aislamiento que se atribuían a la casa no eran tales. Se encontraba bien visible, en un montículo a escasos cincuenta metros del tranvía. Sus extrañas formas obedecían a que fue edificada por su anterior propietario que fue quien la había construido con sus propios medios y con algunos materiales de desecho allá por los años 20 del pasado siglo. De ahí su estilo ecléctico y apariencia pintoresca pero esbelta, con arcos, capiteles y cúpulas de estilo árabe. No era en absoluto sombría y misteriosa; al contrario, era un conjunto alegre y claro desde el que había excelentes vistas a la sierra. Y los satánicos versos no eran tales, sino unos escritos por
Alfredo Nistal, político socialista y masón, al parecer amigo del anterior propietario (curiosamente, hubo en Peña Grande, años después, un bar Nistal, en la c/ Joaquín Lorenzo; desconocemos si guardaba alguna relación con el Nistal anteriormente citado). El contenido, nada esotérico, era un simple homenaje a la casa construida por su amigo (
La edificaste como una Alhambra, -entre la higuera y entre la vid [...]), como demuestran los siguientes versos que recogió la prensa:
Con las herrumbres, con los espinos,
con los hallazgos que hace el azar,
las viejas cosas de obscuros sinos,
y con las piedras de los caminos,
y los yesones del clavijar
has amasado tu excelso alcázar
con las herrumbres, con los espinos,
con los hallazgos que hace el azar.
Le has amasado –pan de ternura-
(pan de ternura: pan de dolor)
de tu reposo, de tu sudor,
de tu demencia, de tu cordura,
la vida ha sido la levadura.
con la constancia del soñador
le has amasado – pan de ternura-
(pan de ternura: pan de dolor).
Como suele ocurrir con rumores infundados y sensacionalismos, el paso del tiempo y la aparición de nuevos bulos fueron sumiendo nuestro caso en el olvido. El desarrollo urbanístico y la piqueta hicieron el resto, borrando todo vestigio de la finca. Y hoy, en Peña Grande, como veremos a continuación, no queda nada que recuerde lo sucedido aquel mes de noviembre de 1935.
La localización de la casa.
No ha sido fácil dar con el lugar donde se levantaba la casa de la familia Passapera. En los artículos de prensa de la época no aparecía ningún dato de localización (dirección, etc.); tan solo se mencionaba que la finca se encontraba en un montículo al lado de la vía del tranvía. Quien conozca Peña Grande y el trazado del antiguo tranvía convendrá enseguida que con estos datos no basta, pues la antigua vía del tranvía deja a su derecha una ladera a lo largo de todo su recorrido por la actual c/ de Joaquín Lorenzo. La inspección
in situ, recorriendo las calles de Peña Grande y preguntando a algún antiguo vecino, también resultó infructuosa: no había ningún rastro de la misteriosa casa. Por último, la búsqueda de una relación entre la familia propietaria y Peña Grande tampoco daba resultado: los artículos sobre el caso hablaban erróneamente de la familia Pasapera, cuando en realidad resultó ser Passapera.
Tras mucho releer, hallamos por fin el dato que nos guió. En uno de los reportajes de prensa sobre el suceso, se mencionaba que uno de los miembros de la familia había dirigido el Centro Espiritualista Español y, por suerte, dimos con un artículo de 1931 sobre dicho centro en el que, ahora sí, aparecía el nombre correcto: José Passapera Fuertes.
Con estos datos, a continuación encontramos la esquela de José Passapera, que no publicamos para no resultar irrespetuosos. Allí se mencionaba que falleció en 1968 en su finca “La Esperanza” de Peña Grande. Afortunadamente, en nuestros archivos teníamos copia de algunos números de la antigua revista editada por la Asociación de Fomento de Peña Grande (entre 1928 y 1951). En uno de ellos, de 1950, topamos con el siguiente anuncio:
La casa no dejaba lugar a dudas y por fin aparecía una dirección: Ramón y Cajal, 5. Según el callejero municipal, esta calle pasó a denominarse Islas Nicobar en 1953 y desapareció en 1991, con la reparcelación iniciada a finales de los 80 para la apertura de la continuación de la Avenida de la Ilustración a su paso por Peña Grande. Pero allí estaba otra vez la revista de Asociación de Fomento, con un plano parcelario de 1930, para sacarnos del atolladero.
Trasladarlo al plano actual resultó sencillo, como puede apreciarse en las vistas aéreas que mostramos a continuación. La parcela, que limitaba al noroeste con el arroyo de La Veguilla, lo hace actualmente con la c/ Ramón Castroviejo y la continuación de la M-30 / Avda. de la Ilustración. Y al este, que limitaba con Ramón y Cajal (o Islas Nicobar), al desaparecer la calle lindaría ahora con otros edificios de viviendas con entrada por la c/ Isla Malaíta. Donde estuvo la Granja La Esperanza se encuentra hoy día un edificio nuevo de viviendas y la piscina de otro, ajenos a todo el revuelo que un día se armó a su alrededor.
(Planos: Ortofotomapa Comunidad 1975 y Ortofotomapa Comunidad 2011; Planea CM)
Vista desde la esquina de Isla Malaíta con Joaquín Lorenzo, donde puede apreciarse la pendiente del montículo donde estuvo la Granja La Esperanza.
(Foto: A. Morato, 2012)