Sobre el barrio Ciudad de los Poetas, también conocido como Saconia, visto por dos vecinas. Con fotografías antiguas de cuando no había más que huertas y campos de labor...
El barrio de La Ciudad de los Poetas es uno de los últimos grandes barrios que se construyeron en los alrededores de la Dehesa de la Villa allá por los años 60-80 del pasado siglo. Cierto es que ha habido actuaciones urbanísticas posteriores, pero la Ciudad de los Poetas – Saconia fue, probablemente, la última barriada completa trazada en las inmediaciones de la Dehesa de la Villa a finales del s. XX, tras la colonia de la Policía, San Nicolás, Barrio del Pilar, Valdezarza...
Con el tiempo, es nuestra intención dedicar al barrio un artículo monográfico de investigación sobre su historia, así como a la de los otros que circundan la Dehesa. Para “ir abriendo boca”, traemos hoy los recuerdos de dos personas del barrio. El primero de ellos es de Laly, vecina de las de toda la vida, y lo publicó en la desaparecida revista vecinal “Dehesa de la Villa”, allá por marzo de 1997. El segundo, más reciente, es un extracto del pregón que Mª Carmen Caballero Ledesma, ex-directora del colegio Lepanto, pronunció en la pasada edición de las fiestas de la Dehesa de la Villa 2012. Entre los dos, nos ofrecen un recorrido histórico-nostálgico del barrio y de uno de los centros donde se han educado varias generaciones de vecinos, el Colegio Lepanto. Las fotografías que los acompañan, excepto la de la familia de Laly, han sido recopiladas por la Asociación de Amigos de la Dehesa.
Agradecemos a Laly y Mary Carmen la autorización para publicar sus escritos y esperamos que cunda su ejemplo, de forma que otros vecinos se animen a contar sus vivencias, recuerdos y testimonios sobre lo que fueron estos barrios.
Historia del barrio.
Laly.
Publicado en junio-1997 en Dehesa de la Villa, revista desaparecida. Reproducido con permiso de la autora.
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La familia de Laly en la era, en 1962.
En aquella época, todavía se sembraba
trigo, alfalfa y cebada en los campos que
había en lo que hoy es la Ciudad de los
Poetas. Los por entonces chavales
todavía recuerdan que participaban en
la trilla en algunas de las eras que había
en la zona.
(Foto: cedida por Laly;
Revista Dehesa de la Villa)
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Permítanme transmitir algunos recuerdos que me vienen a la cabeza evocando los tiempos de mi infancia, vividos en el entorno de nuestro barrio, Ciudad de los Poetas.
En esta zona, entonces declarada “zona verde” crecieron viviendas, algunas muy humildes, fruto de la gran ola migratoria de los años 50. Se conformaron entonces barrios como Peña Chica, Peña Grande, Belmonte... Las casas eran levantadas y techadas en una sola noche de manera furtiva e ilegal; no era posible de otra manera, aunque sus terrenos eran comprados a un precio muy considerable, existía una gran especulación con el suelo que había que aceptar por necesidad. Al día siguiente de la construcción tenía lugar el “chantaje institucional”, el desalojo de la vivienda para luego proceder a su derribo o a la detención del responsable y la imposición de la multa reglamentaria, éste era su precio. A partir de ese momento, las viviendas se iban mejorando poco a poco con muchísimo sacrificio.
Afortunadamente sí había trabajo entonces; la ciudad vivía un gran momento de desarrollo, con la ampliación de las vías de comunicación, pavimentación de calles, adoquinado... Obras y nuevas construcciones que reclamaban mano de obra inmediata.
Precisamente en aquellos años –nací en 1956- se estaban ampliando varias líneas de tranvías y mi padre empezó trabajando, gracias a la recomendación de un paisano, en la implantación de raíles para tranvías. Enseguida promocionó y se convirtió en tranviario, conductor de tranvía, que entonces era un medio de transporte importantísimo para comunicar Madrid con sus barrios y arrabales. Los coches eran tan escasos que no recuerdo que ninguno de nuestros vecinos lo tuviera. Mi padre conducía el tranvía de la línea 3, Cuatro Caminos – Peña Grande.
(Foto: autor desconocido, hacia 1952; A. Rojo Gutiérrez, archivo fotográfico CM)
Venía por donde ahora lo hace el autobús 127, sólo que el final de la línea lo tenía en Ricote, glorieta que recibía su nombre de un bar; además había otros, pero lo que más recuerdo de esa glorieta es el quiosco de la señora María, que nos despachaba en cucuruchos de papel de estraza unas gallinejas y chicharrones buenísimos, imprimiendo un olor muy característico a toda la glorieta. Había otros quioscos de golosinas en el barrio, como el del señor Pablo, junto al arroyo, y el de la señora Inés, cerca del colegio de la Fuente, según íbamos al ambulatorio... Con la “perra gorda” aún podíamos entonces comprar algo; con dos reales hasta un bollito de hojaldre; y con una peseta ya podíamos incluso elegir entre varias especialidades.
Teníamos pocas tiendas en el barrio. Mi madre solía ir a comprar al mercado de Maravillas, todo un escaparate de mercancías que tenía entonces, como hoy, una intensa actividad. A la puerta del mercado, una graciosa mona vestida con todo lujo de detalles hacía las delicias de los transeúntes solucionando así, a buen seguro, el sustento de la familia que orgullosamente la exhibía.
El “Canalillo”.
En nuestra casa no teníamos agua corriente; y nuestros vecinos, tampoco. La palangana y un gran barreño de zinc eran elementos de higiene. Mis hermanos, mayores que yo, eran los encargados de ir a buscar diariamente el agua a la fuente, la que estaba al lado del quiosco del señor Pablo, a una distancia considerable.
Mi madre hacía la colada en una pileta que había más abajo de la que hoy es la calle Artajona y, confluyendo aproximadamente con la actual salida del túnel de Sinesio Delgado, pasaba por allí el “Canalillo”, una gran tubería de cemento al exterior que atravesaba la Dehesa de la Villa y discurría exactamente por el paseo que hoy nos lleva hasta el circuito y sobre donde circulábamos cómodamente.
Dos vistas del Canalillo en los años 70 detrás del CHF, antes de adentrarse en la Dehesa de la Villa. A la derecha, completamente cubierto, con forma de tubería; a la izquierda, con parte del cauce al descubierto.
La pileta era de granito y sobre ella vertía un gran chorro de agua. Recuerdo muy entrañablemente este lugar porque gracias al “Canalillo” todo nuestro barrio –el que hoy conocemos como Ciudad de los Poetas- era un vergel de huertas muy fértiles con higueras, tomates, lechugas... de una magnífica calidad –hay que tener en cuenta que las aguas que lo regaban procedían del río Lozoya-. Pues bien, ese lugar que señalo lo aprovechaban las mujeres para lavar la ropa, que luego tendían al sol sujetando unas cuerdas a las higueras. Al lado había un pilón, propiedad de los huertanos, que siempre estaba lleno. Los chicos, burlando cualquier derecho de propiedad, lo utilizaban -cuando el tiempo y la vigilancia lo permitían- como un lugar donde refrescarse dándose un chapuzón.
Recuerdo acompañar a mi madre cuando iba a lavar al “Canalillo”. Era como un día de excursión: a media mañana me daba un trozo de pan con longaniza casera enviada por mis abuelos de su matanza y que ella conservaba metida en aceite, y que, acompañada por el sonido del chorro sobre la pila de granito y el aroma de las higueras, me sabía a gloria, si es que tan etérea sensación pudiera ponerle algún sabor. A veces me abría un tomate cogido allí mismo de la mata y que el amable huertano nos ofrecía a cambio de conversación.
Había muy pocas casas en esta zona de huertas, en las que vivían los que cuidaban de ellas y que no siempre eran sus dueños.
Huertas y campos de labor en los terrenos que luego serían la Ciudad de los Poetas
(Foto: autor desconocido, entre 1960 – 1970; Revista Código 35)
El cuartelillo y el tranvía.
Cerca también del “Canalillo” estaba el “cuartelillo” de la Guardia Civil. Allí paraba el tranvía y estaba situado aproximadamente en el espacio que hoy ocupa el Polideportivo “Ciudad de los Poetas”, si bien estaba orientado al sur. Tenía un patio en el que jugaban los hijos de los guardias, por lo cual no solían frecuentar la compañía de los demás chicos del barrio; tampoco recuerdo ir al colegio con ninguno de ellos.
Entrañable imagen de las casas que había enfrente del cuartelillo de la Guardia Civil en lo que hoy es la calle Antonio Machado.
(Foto: años 50 - 60, cedida por Rosa María Moreno; Archivo Amigos de la Dehesa)
Desde el “cuartelillo” y una vez enfilada la cuesta que hoy es la calle de Antonio Machado, el tranvía se embalaba hacia la siguiente parada, la de la Maternidad –hoy instituto “Isaac Newton”- que era la nuestra.
Había allí una casa, “la casa del lorito” que nos ofrecía un recibimiento muy especial, con un simpático y parlanchín loro que nos saludaba al apearnos. Claro que, a veces, la curva anterior suponía el final del trayecto, pues al conductor no le daba tiempo a frenar y se producía un descarrilamiento, todo un suceso para los chiquillos del barrio. Mi madre nos mandaba ir corriendo por si había sido mi padre o si hubiese algún accidentado. No solía dar lugar a que se produjesen heridos de consideración, pero el solo hecho de la evacuación de los viajeros y el posterior encarrilamiento del tranvía constituía todo un entretenimiento.
Aquellos tranvías eran preciosos, con los asientos de madera, al igual que los suelos. Su conductor llevaba gorra de plato, con una insignia grande en el frente que componía el número del empleado. Mi padre era el 4224, capicúa. A él le gustaba mucho tal número, porque decía que le daba suerte...
Ocurrían otros accidentes, a veces muy peligrosos. Los chicos, a modo de travesura, solían colgarse en el trole del tranvía y pocos de ellos se libraban de importantes caídas, algunas de las cuales les han dejado secuelas.
Dos vistas del tranvía en los años 60 a su paso por lo que hoy es Antonio Machado.
(Fotos: autor desconocido, entre 1960 – 1970; Juanjo, Urbanity)
La Maternidad.
Mi casa estaba muy próxima a la Maternidad. La conformaban unos edificios soberbios si los comparábamos con los del entorno. Sus jardines estaban muy bien cuidados y el interior tenía unos pasillos muy grandes y adornados, también con bonitas plantas. Yo entré en algunas ocasiones porque mi vecina Mari se había metido a monja y estaba allí. Y a veces, cuando su madre iba a verla, yo la acompañaba. Mi hermano fue monaguillo y ayudaba en la celebración de la misa de los domingos.
En primavera solíamos hacer alguna excursión a la Dehesa de la Villa. Íbamos andando, atravesando las huertas, llevando nuestro bocadillo y unas botellas pequeñas de gaseosa que para ese día excepcionalmente nos compraban. La Dehesa de la Villa es lo que menos ha cambiado de nuestro entorno. Entonces no necesitaba unos cuidados especiales, era más natural porque no sufría deterioros tan importantes como los actuales. A mí me parecía un bosque de pinos enorme. Desde luego era más extensa de lo que es ahora ya que desde entonces ha sufrido varias mermas y sus amenazas siguen siendo constantes.
Un día oí a alguien comentar: “¡Ya ha vendido la huerta la Carola. Creo que la van a dar seis millones de pesetas!”. Aquella era una cantidad desorbitante para entonces, los años 60. En la huerta de la señora se edificaron más tarde buen número de nuestros bloques, los situados entre las calles de Valderrodrigo y Juán Andrés, la primera fase de la Ciudad de los Poetas. Antes ya había comenzado la construcción de otros nuevos barrios: El Pilar, Valdezarza... y desde nuestras casas, donde antes sólo veíamos huertas y campos sembrados de trigo y alfalfa cerca del arroyo por donde pasaba el tranvía, el horizonte comenzó a llenarse de amenazantes grúas.
Los vecinos empezamos a disgregarnos, pero muchos seguimos viviendo en la zona y cuando paseamos por sus calles, aún nos vienen a la memoria todos estos recuerdos.
Terrenos de huertas y campos de labor sobre los que posteriormente se levantaría la Ciudad de los Poetas – Saconia.
(Fotos: autor desconocido, entre 1960 – 1970; Juanjo, Urbanity)
La Ciudad de los Poetas y el Colegio Lepanto.
Mª Carmen Caballero Ledesma.
Extracto del pregón pronunciado en las fiestas de la Dehesa de la Villa, junio-2012. Reproducido con permiso de la autora.
La Dehesa de la Villa es mucho más que un espacio natural, es un espacio para la convivencia. Un lugar de encuentro de vecinos, paseantes y amantes de la naturaleza que saben valorar lo que este rincón tan especial de Madrid, ofrece. Su situación elevada, expuesta al oeste, su luz, sus vistas y sus atardeceres, hacen de éste un paraje único. Y, aunque hoy la Dehesa ha quedado reducida a 70 has. de las 900 que ocupaba, y ha sido engullida por la ciudad, sigue manteniendo pinceladas de campo en plena urbe que le dan un toque de originalidad y excepcionalidad entre los demás espacios verdes de la capital.
Como muchos de vosotros llegué a este barrio de Valdezarza, concretamente al conocido como de Saconia, a mitad de los años 70. En realidad, su verdadero nombre es: “Conjunto Residencial Ciudad de los Poetas” cuyos trabajos de planificación y proyecto habían comenzado ya a finales de los años 60 y, según indica
Norberto Spagnuolo en un estudio realizado sobre el citado barrio, sus promotores pretendían un lugar que potenciara las virtudes de la convivencia y el quehacer cotidiano y en común de sus futuros habitantes. Esas ideas urbanísticas y su plasmación arquitectónica merecieron entonces el elogio generalizado de la crítica especializada tanto nacional como internacional y fue presentado en el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos de Buenos Aires en 1970 como una de las mejores soluciones integrales de vivienda social.
Por aquel entonces, el barrio se beneficiaba de una demanda continua y recibía nuevos y jóvenes habitantes cargados de los emergentes valores cívicos y sociales. Era un barrio extraordinariamente dinámico, donde continuamente se celebraban asambleas, debates, exposiciones, mesas redondas y todo tipo de actos culturales a los que tan aficionados eran los jóvenes universitarios de la época, población mayoritaria en un enclave que llegaron a apodar como Rojonia. Muchos de nuestros vecinos han ocupado y ocupan altísimos cargos en el gobierno de la Nación y de Europa. Y, aunque en estos momentos los políticos no son un valor en alza, no tenemos que olvidar que la Política en sí, con mayúsculas, es la vida misma con todas sus cuitas y sus anhelos. También paseó por nuestras calles el poeta Blas de Otero autor de “Basta” o “Hija de Yago”.
En ese contexto llegó, en septiembre del 83, mi nombramiento como profesora del Colegio Lepanto, sito en el corazón del barrio, y dos años después asumí la dirección del Centro. Desde entonces, y a lo largo de este dilatadísimo espacio de tiempo, cientos de familias han optado por poner en nuestras manos para su cuidado y formación sus más preciados tesoros: sus hijos.
Mª Carmen Caballero con algunos de los alumnos que ganaron el primer premio del concurso de dibujos de Navidad.
(Foto: A. Ferrero, 1996)
Fiestas de Carnaval en el patio de deportes. Detrás, las gradas que se construyeron en los años 80; antes, había una pendiente de arena: más de uno recordará haber roto los pantalones deslizándose por ella.
(Foto: A. Ferrero, 1992)
Y nosotros, muy conscientes del valor que representaba esa opción y la responsabilidad que entrañaba nuestra labor, nos pusimos, desde el primer momento, a la tarea de no defraudar, de dar lo mejor de nosotros mismos para que esos niños, hoy hombre y mujeres, muchos de ellos, se desarrollasen en un entorno favorable de trabajo, respeto y amor. Y, cuando digo “nosotros” no estoy utilizando el plural mayestático sino que me estoy refiriendo al equipo de personas que, a lo largo de los años me han ido acompañado y que han hecho que el Colegio Lepanto fuese un espacio de convivencia excepcional, donde el trabajo, el esfuerzo, el respeto y la transmisión de valores constituyesen unas señas de identidad que hicieron del centro un lugar de referencia y un sitio idóneo para el crecimiento personal de cuantos allí estudiaban o trabajábamos.
Uno de los patios de receo del Colegio Lepanto; todavía se conserva de arena.
A la derecha, en el soportal, debajo de las aulas, pueden verse las típicas vigas del colegio con huecos en forma de hexágono que sirvieron a más de una generación de alumnos como canastas improvisadas.
(Foto: página web del Colegio Lepanto en EducaMadrid.org)
Vista de otro de los patios de receo, uno de los que se hormigonaron en los años 80 para la práctica deportiva. Los soportales de la planta baja, anteriormente abiertos, aparecen ya cerrados y habilitados para actividades diversas.
(Foto: página web del Colegio Lepanto en EducaMadrid.org)
Y como la familia y el medio no son exógenos al sistema educativo sino que son agentes relevantes involucrados en el sistema y la cultura escolar, nos aproximamos a las familias y fomentamos los encuentros para que nos conociésemos y les conociésemos, para que confiasen y confiásemos. Y así, profesores y padres, consolidamos un conjunto de voluntades dispuestas a construir un entorno mejor y una relación más estrecha y próxima que nos enriqueciese a todos y que hiciese mucho más fructífera nuestra labor.
Y compartimos logros y frustraciones.
Y coincidimos en sueños y esperanzas.
Y renovamos utopías año tras año.
Y esa relación especial y entrañable permanecerá en el tiempo inalterable porque los lazos que nos unían, nos siguen uniendo y así será mientras permanezcan los recuerdos en nuestra memoria y los sentimientos en nuestro corazón.